lunes, 13 de julio de 2009

Del monte soy


En esta triste, fría y solitaria noche,
como únicos compañeros tengo a la luna llena,
el mate y a mi perro el mistol.
En mi humilde rancho de adobe,
el fuego me calienta las patas,
el frío se me filtra por las agujereadas alpargatas
y el mistol se rasca las garrapatas.
No le tengo miedo a la luz mala,
ni tampoco al almamula.
Es triste estar solo,
desesperante es no tener con quien hablar,
ni gaucha a quien acariciar
y a veces uno,
ni la chaucha puede mojar.
Es dura la vida en el monte,
tengo las manos curtidas,
encallecidas de tanto trabajar
y de mucho al gallo cogotear.
Uno se hace arisco, bagualo y ermitaño,
pero mucho uno se alegra y se divierte
cuando lo visitan y siente el cariño de la gente.
Los días comienzan con el cantar del gallo.
Hay que juntar leña pa la cocina,
ordeñar a las vaquitas
y de vez en cuando
me clavo una chivita.
El agua es otro problema,
no solo pa que tome uno,
sino pa que también lo hagan los animales.
Soy un gaucho gañán, ando con la lengua seca,
tengo la piel enjuta de tanto polvo y sequedad
y mi gallo pide a gritos un poco de agua,
pa que no se ahogue en la soledad.
Se come lo que hay, no le hago asco a las bizcachas
ni a las entrañas de la vaca.
Termino el día exhausto, chiviado y rancio.
Ni los bichos se me arriman,
pero siempre están presentes
las molestas mosquitas upiteras.
No hay rexona ni colonia, apenas hay agua pal enjuague.
Entrada ya la noche, a mi ranchito me voy
a calentarme al lao el fuego,
con mi fiel compañero el mistol.
Es así de dura la vida mi paisano,
en medio el monte y la soledad.
Cada día es una lucha pa sobrevivir
y no terminar alienado por la ausencia de compañía.
El silencio se vuelve agobiante,
también lo es la barahúnda en la ciudad.
Soy feliz con lo que tengo, tampoco soy pretencioso.
Solo estoy ansioso de que venga a visitarme la familia,
que cambió el monte por la gran ciudad.
De allá vienen hecho unos loros,
pero igual yo los adoro.
Decidí quedarme solo porque el monte me parió,
le soy fiel y tampoco cambio chacarera por otra danza importada.
En el me quedaré, esperando hasta cuando la muerte venga por mi,
porque al lado de mi viejo quebracho quiero que me entierren
y es a donde yo me quiero morir.

miércoles, 1 de julio de 2009

La fatídica saeta


Soterrado sobre el tejado en una oscura noche sin luna, cubierto con su mágico y camaleónico albornoz que le permitía confundirse con el entorno, y que lo hacía prácticamente invisible, pero siempre tangible, yacía el sicario.
Armado con su sigilosa y mortal ballesta, con andar silencioso se desliza agazapado el encapuchado, listo para penetrar en el Vaticano para matar al papa y desaparecer tan misteriosamente como se hizo presente.
¿Como llegó el homicida al interior del castillo de la curia que tiene más custodia que Tutankamon? Ahh hijo solo Dios y el espíritu santo lo saben. Así como la palomita preñó a María y dio luz a Jesús, el sicario se hizo presente como por obra de una diabólica epifanía etérea, y Él solo Él sabe quien lo mandó a matar al papa y por que.

Dentro de la fortaleza, el encomendado había permanecido sereno y con la paciencia de un cazador toda la santa noche detrás de las cortinas rojas de uno de los ventanales laterales, que gracias a su poder de camuflaje lo hacía pasar inadvertido como si fuese parte de ella.
El sicario se muestra imperturbable, impertérrito, preparado para asestarle el disparo de gracia llegado el divino momento. Debía de matarlo cuando estuviese en el balcón enfrentando a la masa de giles y así todos vieran morir al papa. Así se lo habían encomendado, esa era su misión, matar nada más ni nada menos que al papa «Impío XVI».
María traspasa las puertas que dan entrada a la nave, no es ni más ni menos que una de las encargadas del servicio de limpieza del gran salón oval. Plumero en mano limpia cada rincón de la gran sala que antecede al balcón del Vaticano. Plumero por aquí, plumero por allá ¡y también en las cortinas! Plumerea arriba y plumerea abajo, se acerca a el y ¡zas! sacude su pitulín sin percatarse de su presencia! Ahh como remueve polvo y telaraña en ese sector doña María; como puede ser posible santa María madre de Dios reza sorprendida y exasperada la vieja que tenía un ojo de vidrio, si limpio dos veces al día cada rincón del salón y ya llevo medio siglo haciendo dichas tareas de mantenimiento. Al sicario por momentos le pareció fallar el camuflaje, se puso rojo de tanto rubor y respiró aliviado después del terrible sofocón. Había pasado el peligro pero habría más. El momento se acerca inexorablemente, la plaza se va llenando de crédulos fieles dispuestos a escuchar y asimilar las más estúpidas palabras del viejo santurrón. Restan solo treinta minutos para que el papa desperdigue e inocule veneno en su lengua natal a todo el mundo. Se abren las dos ostentosas puertas del salón principal, dos monigotes entran y revisan cada rincón. Todo en orden comunica uno de ellos por su diminuto radio transmisor pegado junto a la solapa de su traje. Ahh por fin ahí estás viejo maldito reza el sicario, que fija sus rojos ojos sobre los de el, anhelando con todas sus entrañas darle muerte al viejo fariseo.
Impoluto, solemne, así lucía el papa. Así hizo su aparición, como un efebo decrépito, con su báculo en mano. Ataviado con sus impolutas y sempiternas botitas rojas se arrima lento y tembleque el octogenario a su fastuoso sillón papal esperando que llegue la hora señalada para dar su soporífera alocución acompañada siempre éstas con las típicas y habituales batería de galimatías papales.
Sus nalgas macilentas se sienten reinas sobre el ampuloso sillón. El sicario no le saca los ojos de encima y observa expectante cada movimiento del anciano. El Impío haciendo tiempo ojea el L´Osservatore Romano con un mohín travieso y picarón.
¡Pero que! ¡Solo son las tapas del pasquín! ¡Dentro contiene una Playboy! si si si ¡una auténtica Playboy!
- ¡¡Ohh viejo baboso, hipócrita y calentón!! -
Un hilo de baba le recorre la comisura de sus labios, hace carpita con su diminuto e hirsuto pene, pero bien disimulado esta debajo de todo ese variopinto y payasesco traje. De igual manera hasta con un pañuelo encima no se le hubiese notado su erecto pituto. Sus manos temblequean y no tiene alzheimer el decrépito demonio. Ahh pero si, éste están ávidas de mano.
¡¡Pero con lo lindo que es verle la cara a Cristo viejo pajero!!
¡¡Ahh por esa y muchas más te irás al infierno viejo rastrero!!
¡¡Ya te compraste todos los números y ahí te quemarás maldito!!
Un gorilón de seguridad se le arrima, el otro quedó vigilante, yerto e impávido junto a la puerta, este se inclinó levemente y le dijo suavemente en su oído:
- Ha llegado el momento don Impío, es la hora ya -.
La muchedumbre espera ansiosa para ver a su Santidad. Con la ayuda de su báculo de oro se pone de pie aún tembleque después de hojear la revista. Obnubilado y ardiente aún después de ver tantas yeguas en bolas, arroja la revista, no calcula la distancia, yerra al sillón y la arroja al piso. Dos solemnes pares de tetas quedan boca arriba sobre la majestuosa alfombra. Seguridad se percata de ello, sorprendidos clavan la mirada sobre estas, se miran de reojo repetidamente, siempre modosos, sus ojos excitados parecen saltar de sus rostros ¡Como si nunca hubiesen visto una mina en pelotas! Ya está de pie el papa, con su mitra sobre su cabezota color estaño. Que olor a cala que hay susurra de repente en voz baja el Impío frunciendo su ceño.
-¿Será que las cambiaron por los tulipanes?- sostiene en su conciencia. Raro muy raro se dice a si. Quince metros son los que a de recorrer hasta el balcón. El sicario sostiene firme su ballesta que guarda bajo su albornoz. Solo una oportunidad tendrá este y no deberá fallar. Solo una flecha con punta de plata carga en su arma para darle muerte al demonio.
A medida que se acerca el crucial momento, su respiración comienza a entrecortarse, sus músculos se tensan, la adrenalina recorre por su cuerpo impulsada por el andar frenético de su impaciente corazón.
Ahí va el papa rumbo al balcón para dar la misa de Pascuas. El inusual olor a cala le resulta cada vez más intenso. A medida que avanza mira algo desconfiado hacia sus lados. Una extraña atmósfera envuelve al ambiente, todo parece en calma, pero su instinto innato de zorro le da cierta desconfianza.
El rugir de los fieles se siente cada vez más a medida que se acerca a la multitud. La guardia Suiza forma filas con sus vigorosos virotes debajo del ventanal.
El ballestero ya tensó su arma. El papa solo está a unos pasos del balcón. El sicario ya está listo. Con su mano derecha, sostiene firmemente la ballesta con el brazo pegado al cuerpo, esperando el momento justo para actuar. Su posición es apropiada pero algo incómoda. Lo preocupa la custodia. Deberá hacerse paso entre las cortinas, elevar su brazo, apuntar, disparar y partir veloz sin dejar rastro alguno. El estaba capacitado para hacerlo, al enviado le llamaban «El infalible».
En el momento de que el papa en un acto infortuito había arrojado al piso la Playboy, los custodios no habían dejado de mirar esas dos solemnes tetas que tenía a ambos hipnotizados. Viendo estos como el papa se acercaba al ventanal y ya solo a un paso de salir a la luz, los dos monigotes perdieron la compostura y salieron lanzados hacia la revista en una rauda carrera. El moreno aventajó al rubio, viendo que éste último perdía posición tacleó al primero para hacerlo comprar terreno en el salón.
¡¡¡¡Ahhhhh!!!! ruge la aglomeración al ver a su Santidad hacer su aparición con los brazos en alto. Los dos custodios se revuelcan por la alfombra disputándose la Playboy. El rugir infernal no previene al papa de la inverosímil e inadmisible reyerta de sus custodios. Abrazados como dos amantes calentones en una cama, ruedan por el piso en procura de ver quien se queda con la desdichada revista. El sicario aprovecha la inusitada pelea y zarpa como un tigre detrás de las cortinas. El olor a cala tiene a mal traer al viejo. Ya casi no lo deja respirar y le produce cierto comezón en sus narices. El tiempo de espera se acabó. Llegó el momento de actuar.
Con la velocidad de un rayo el sicario se puso en posición, apuntó y jaló del gatillo sin misericordia. Allí va la saeta, cortando el viento la sigilosa flecha de plata. En el preciso momento en el que el sicario jaló del gatillo, el papa preso del hálito perfumado de las calas no pudo más y estornudó ¡Justo en ese momento!
Aaachiiiiiss!!!!! replicó y salió disparado con la fuerza de un huracán su puto estornudo. Se fue hacia delante, se agachó producto de su ¿afortunada? reacción alérgica y en ese momento la ya fatídica saeta penetró en su traste.
El infalible como le llamaban había fallado su única flecha. Los ojos del sicario lo decían todo, quedó estupefacto, lívido y álgido al ver su malogrado disparo.
¿Ahora que hacer? Le habían encomendado a el, «El infalible» darle muerte al papa y había fallado, pero no por negligencia suya, si no por que un hecho infortuito hizo que su blanco se moviese en el preciso momento de disparar y su saeta no diese justo en el punto mortal donde había apuntado. Con la flecha metida justo en medio de sus ancas, sin pausa, el papa se enderezó y se retorció hacia atrás, levantó las manos al cielo y vociferó arduamente:
-¡¡AAYYY ME PENETRARON SEÑOR!!-
En ese preciso instante una luz blanca bañó su rostro.
Ni la multitud, ni la guardia Suiza, ni las cámaras de TV, ni nadie se había percatado del accidente.
¡Paf! ¡Crunch! ¡Zas! en el fondo del salón los puñetazos limpios de los custodios iban y venían. El sicario no tenía ni que pensarlo, impulsado por sus reflejos salió disparado como una centella hacia el balcón donde estaba el papa. Mordiéndose los labios y con la mirada al cielo como buscando respuestas, con ambas manos sobre su macilento traste, se agarraba la saeta el cabrón.
Apenas segundos después de que su malogrado disparo penetrara las nalgas del anciano, el presuroso sicario ya tenía firmemente sus temerarias manos sobre el cuello del papa.
El arte de camuflarse que tenía el sicario le permitía fundirse con el entorno. Agarrado con vehemencia de su pescuezo, su figura se fundía con la del papa y lo hacía invisible.
¡¡¡¡Aaaggg!!!! suspiraba el viejo casi sin aliento aún con las manos en la flecha diez centímetros bien adentro que le hacía imposible poder sacársela por más que intentase.
El sicario llevaba de una punta al otro del balcón al papa ahorcándolo lentamente y en forma segura. El viejo parecía ir y venir solo retorciéndose hacia adelante y hacia atrás como un gusano. La multitud lo aclamaba, nadie en ningún momento se percató de que un magnicidio se estaba llevando a cabo, y el mundo por el resto de la eternidad jamás habría de saber realmente que es lo que sucedió y como.
Con poco aire ya en sus pulmones y con sus manos al cuello junto a las del victimario, ambos en el forcejeo se arrimaron peligrosamente al balcón. Ya con medio cuerpo fuera de el, exhausto, debilitado y moribundo después de oponer una gran resistencia, el sicario empujó rumbo al averno al anciano cabrón. Camino a su inexorable muerte iba rumbo al vacío, de espaldas, con los brazos al cielo como invocando a su Santísimo Señor que le produjera un milagro. El cielo hizo silencio.
El papa se ensartó en una de las afiladas lanzas de la guardia Suiza. Le había traspasado el corazón. Su muerte fue instantánea.
El sicario dio la vuelta, encaró hacia el salón oval y desapareció por siempre sin dejar huellas.
Así murió el papa, doblemente penetrado, con los ojos como plato y una sonrisa placentera como las que uno tiene después de haber echado un inmaculado polvo. Después de todo recibió la muerte que se merecía. Una muerte digna para un papa.
El asesinato se había realizado, Impío XVI había sido asesinado antes los ojos del mundo como lo planeado. «La fatídica saeta» había fallado, pero no así el plan de ejecutar a la Suprema santidad. Consumado el magnicidio, El sayón se arrellanó sobre su lecho y descansó en paz.